Los navarros amamos profundamente
a Donostia. Siempre buscamos un hueco en el calendario para acercarnos (se
llega en un “plisplás”) a esta ciudad que mira al mar desde sus hermosos
miradores de Igueldo o de Urgull, que se deja acariciar por él en la Kontxa, en
Ondarreta o en La Zurriola.
San Sebastián fue fundado en 1108
por el rey Sancho el Sabio de Navarra, para ser puerto marítimo del Viejo Reyno
(este mismo rey fundó en 1181 “Nueva Victoria”, la actual Vitoria, en un
promontorio en el que había un antiguo poblado llamado Gasteiz). Parece ser que
existía un monasterio (dedicado a San Sebastián) en lo que hoy es el barrio del
Antiguo, el cual se había puesto a las órdenes del abad de Leire y el obispo de
Pamplona por Sancho el Mayor de Navarra en 1014. No obstante pronto pasó
Donostia a ser controlado por los castellanos y de esta forma se convirtió en
uno de los principales puertos comerciales y militares de Castilla, y
posteriormente de España. Hasta 1573 hubo gran trasiego de barcos que llegaban
desde América, pero ese año el monopolio de este comercio se otorgó a Sevilla,
lo cual produjo en la ciudad un grave deterioro en su economía. Además, su
situación fronteriza la llevó a ser varias veces sitiada y quemada entre los
tiempos de los Reyes Católicos y el reinado de Felipe V. Durante la Guerra de
la Independencia la ciudad estuvo en poder de las fuerzas napoleónicas hasta
que el 31 de agosto de 1813 las tropas anglo-portuguesas tomaron la ciudad tras
varios días de sitio y bombardeo. La ciudad fue totalmente quemada aquel día.
Solo se salvó una calle, la más próxima al Monte Urgull, que en recuerdo de
aquella aciaga efeméride se llama hoy así, Calle 31 de Agosto.
Tras la muerte de Alfonso XII en
1885 su viuda, la Reina Regente María Cristina, se traslada cada verano a
Donostia, residiendo en el palacio de Miramar, comenzando así una época en el
que la ciudad adquiere su actual aspecto señorial. Durante la I Guerra Mundial
en la neutral San Sebastián se darán cita ilustres personajes europeos que huían
del conflicto o espiaban, como León Trotsky, Maurice Ravel, Pastora Imperio o
Mata Hari. Son los tiempos de la Belle Epoque donostiarra.
Donostia conserva su elegancia
señorial y su sabor a viejo puerto pesquero. Atesora la que sin duda, es una de
bahías más bellas que el que escribe ha tenido la fortuna de saborear. Pese a
ser una ciudad de tamaño considerable, aún se puede olisquear cierto aroma a
caseríos y a vida rural en días como el de Santo Tomás, el 21 de diciembre, en
la fiesta que al que escribe más gusta y disfruta. Ese día la Parte Vieja
donostiarra huele a txistorra y a talo, a sidra y a txakolí. Otro día muy
especial es aquel en el que se celebra la final de la más importante
competición de traineras del Cantábrico, “La Bandera de la Kontxa”, y en la que
se dan cita las mejores embarcaciones del estado, desde Hondarribia hasta
Galicia, y por supuesto, sus ruidosas y coloristas aficiones. No obstante la
fiesta más importante para los donostiarras es sin duda la fiesta de San
Sebastián, el 20 de enero. Cuando arranca ese día, a las 12 de la noche del 19
de enero, en la Plaza de la Constitución, a la que todos llaman la Plaza de la “Consti”,
toda la ciudad mira a los balcones del antiguo ayuntamiento desde donde se iza
la bandera de la Ciudad a los sones de los tambores y barriles de la Sociedad
Gaztelubide. En ese momento todo donostiarra que se precie deja escapar una “lagrimica”
mientras tararea la letra de este Himno de la Ciudad, compuesto por Serafín
Baroja, padre de Pio, donostiarras ambos.
Bagera!
gu (e)re bai
gu beti pozez, beti alai!
...
gu (e)re bai
gu beti pozez, beti alai!
...
En este anochecer rojo y
maravilloso, cuando el sol ya ha desparecido tras el lejano Ratón de Getaria o
entre las cumbres tras las que se esconden Orio o Zarautz, no puedo por menos
que recordar los años en los que viví en Donostia, donde hice grandes amigos
que todavía conservo, y donde aprendí a amar a esta ciudad como si fuera la mía.
Donosti, la Bella y Vieja Donostia, se recuesta en la nostalgia de otro ocaso
anaranjado, mientras el océano golpea fuerte entre las rocas del Paseo Nuevo o
en el Peine del Viento, en este día que amaneció primaveral, entre la
Tamborrada y Caldereros, entre el pasado y el futuro.
Donosti, que aún me sabe
a sal y a baserri, mirándose en el mar que llega a este rincón entre montañas
verdes a dejar estampas tan deliciosas como esta.
¡Donostia, preciosa, que dentro de
mí te llevo!
Juan Goñi
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