Eli y Txomin.



 Borda bajando de Artesiaga, cerca de Irurita.

Txomin ha estado arriba, en la borda toda la tarde, buscando un par de ovejas que no pudo recoger al empezar la nevada. Ha limpiado un poco el corral, ha llenado el pesebre de paja y ha esparcido helecho seco a modo de cama para los animales. Terminada la faena, Txomin baja en su blanca furgoneta desvencijada al caserío en el valle, donde vive con su madre, viuda desde hace mucho tiempo. Canturreando levemente una ranchera su mente viaja al recuerdo.

Su madre cayó enferma hace ya casi diez años. Primero fueron leves los síntomas; un par de  ligeros despistes, la pérdida de unas llaves, palabras inconexas…. Pero las cosas fueron a más y pronto no se la pudo dejar sola. Alzheimer dijo la doctora.

Txomin debió buscar ayuda y un familiar le habló de ella. Eli había estado cuidando a una señora del pueblo durante los últimos cinco años. La señora finalmente murió, y Eli se quedó sin trabajo. Las negociaciones fueron fáciles y rápidamente ella se mudó al caserío, donde vive desde el verano. 

No fueron fáciles los inicios. La madre de Txomin no asumió bien las novedades, y Eli fue blanco de insultos e incluso intentos de agresiones. Pero poco a poco las cosas se fueron calmando. Con su voz dulce, su deje cálido al hablar y una mirada siempre franca, Eli consiguió que su madre la aceptara. Ahora pasan las horas tranquilas en el caserío. La enfermedad sigue avanzando pero la madre está bien cuidada, la casa está en orden y Txomin ha vuelto a sonreír de vez en cuando.

Tras acostar a su madre, que ya dormía apaciblemente, esta nochevieja Txomin y Eli cenaron juntos. Había cardo y cordero asado al estilo peruano, tal y como dijo Eli que lo comían en su casa, cuando ella era una niña. Poco antes de las uvas brindaron con champán y tras las campanadas ella se hizo un combinado y él una copa de patxaran. Hablaron mucho aquella noche. Ella le contó su vida al otro lado del mar, sus difíciles inicios a su llegada, su eterna nostalgia por volver a un lugar que ya no reconoce. El escuchaba; Txomin habla poco. Eli trajo un ajado equipo de música que tenía en su dormitorio y puso música de su tierra, tratando que Txomin aprendiese a bailar salsa o bachata. Las carcajadas resonaron por entre las vigas del viejo caserío por primera vez en muchos años. Txomin trajo una cinta de caset que alguna vez le grabaron los amigos, cuajada de rancheras y de viejas canciones vascas, y ambos cantaron a voz en grito el “Volver volver…” mientras apuraban sus copas brindando por el futuro. 

Desde ese día, las sonrisas ya no son muecas forzadas en la cara de ambos. Todas las mañanas Txomin entra en  la cocina con un “buenos días” en los labios, a lo que ella contesta con ese acento suave y cálido: “Egunon Txomin!” mientras llena el cuenco del desayuno de leche con café. Desde ese día se alargan las sobremesas tras la cena; desde ese día se suceden los paseos por el sendero junto al rio, las excursiones de domingo al pueblo a tomar el aperitivo, los guiños escondidos entre cálidas palabras.

Hoy van a ver la película que echan en la tele “pero como en el cine”, ha dicho Eli. Al llegar, el caserío huele a palomitas de maíz. Han cenado rápidamente y se han sentado ante la vieja pantalla. Eli a apagado la luz “como en el cine”, y han compartido abrigo bajo una manta roja y suave que Eli ha traído de su cuarto. Han colocado un enorme cuenco de palomitas sobre las piernas de ella.

Eli sonríe. 

Ella no sabe que, para Txomin, la película empezó hace ya semanas.

Juan Goñi

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