Abrazar a un roble.



Abrazar a un roble como quien abraza a un padre, como quien abraza a un guardián, como abraza a un amigo. Arrimarse a su tronco, sentir su energía, y dejarse invadir por ella. Escuchar los latidos de su alma, acomodar el ritmo de nuestro corazón a los vaivenes de nuestra conciencia. Verse en él, sentirse en él, dejarse reflejar por su poder y por su firmeza delicada.

Olvidar el desánimo y la apatía, dejar que el roble las entierre tan profundo como sus raíces. Sumergirse  en su robustez y su coraje, en su potencia, en su empaque, en su bravura tenaz.

Abrazar a un roble como quien abraza un bosque. Abrazar un árbol como quien abraza a un camarada, a un compañero, a un aliado en la ardua batalla de vivir.

Incondicional colaborador de la vivacidad, devoto de la verde esperanza, el roble nos fija al suelo que pisamos, nos reconcilia con lo que fuimos y lo que seremos. Viajamos con la savia que sube a sus hojas a postrarse al sol. Y tras el íntimo encuentro del abrazo, nos despedimos con gratitud y seguimos paseando maravillados por entre sus hijos y hermanos.

En Bértiz nos seguimos abrazando a los árboles. 

Lo ridículo es no hacerlo.

Juan Goñi

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