“En el majestuoso conjunto de la creación,
nada hay que me conmueva tan hondamente,
que acaricie mi espíritu y dé vuelo desusado a mi fantasía
como la luz apacible y desmayada de la luna.”
Gustavo Adolfo Bécquer
Gustavo Adolfo Bécquer
El prado montano se despedía del
sol entre cencerros, brillos centelleando en los lomos plateados de los
caballos libres. Casi no hay árboles por aquí, limpio el pasto de
distracciones. Un poco más abajo, las hayas aguardan como un ejército que ahora
parece oscuro y misterioso. El viento sopla fresco; me enjuaga la cara de entusiasmos
y fervores. Desaparece el calor de mi piel y de mis huesos, se escapa con las
nubes en jirones de terciopelo blanco. Se sumerge el sol tras el horizonte que
arde entre millones de fulgores amarillos, y a la vez amanece la luna por entre
otras cumbres lejanas. Vuela ya el chotacabras sobre el rebaño de ovejas que
como rocas movedizas puntean de blanco el prado que se oscurece. Allí, más
arriba, justo entre el sol mortecino y la luna renacida, vuela un buitre
rezagado.
Se derrumba el termómetro casi a mis
pies; agosto se va muriendo de sobredosis, cansado ya de todo, hasta del Sol.
Se barrunta el otoño en los aromas que vienen de lejos, como un alivio. El
prado se va empapando de rocíos, ávido de agua, saturado de luz, ansioso de
noche y descanso. Algún grillo canta lejos, intérprete todavía acalorado,
mientras su navío naufraga sin remedio.
Se reparten de nuevo las cartas
de la baraja. Algunos sobrevivientes se acomodan y descansan. Otros se disponen
a partir, ya se abren las fronteras del cielo. Retornan el rey y el peón a su
lugar en el tablero. Empieza de nuevo la apasionante aventura de vivir. Como
siempre, al límite. No hay otra manera.
La luna llena siempre sale en el
momento exacto del ocaso. Cara y cruz coincidentes, confidentes y cómplices.
Fin y principio.
Ya llegamos.
Ya nos vamos.
Juan Goñi
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