Selva de Irati - Iratiko Oihana
Caminaban deprisa, sin demorarse,
ayudados por dos modernos bastones de fibra de vidrio. Vestían ropa ajustada,
ideal sin duda para practicar ejercicio, cómoda, transpirable, levemente
brillante. Unas gafas de sol de extraño diseño ocultaban sus ojos, pero no su
mirada, perdida en su destino, en el siguiente recodo del sendero. Me pareció
que ella llevaba en los oídos esos pequeños auriculares de botón; dos
cablecitos diminutos se escondían entre su cabello y se perdían en los pliegues
de su mochila. Diminutas gotitas de sudor perlaban su frente y jadeaban levemente
por el esfuerzo. Su calzado, extraño híbrido entre deportivas y botas, rasgaba
la hojarasca como un arado rítmico: ras ras ras ras. El lucía un reloj
desmesuradamente grande en el que el dibujo de un corazón parpadeaba vacilante entre
cifras inquietas.
Al pasar, un ligero movimiento de
cabeza y un “buenos días” indiferente, casi susurrado, como si su cometido les
impidiese más atención, haciéndome ver que su actividad era tan importante que
no permitía descuidos. Yo contesté con un “igualmente” neutro, como para no
molestar.
Pronto se fue perdiendo su figura
en la arboleda, y el sonido acompasado de sus pasos se fue apaciguando,
aquietando de nuevo el bosque y su silencio. Volvieron los trinos, los suaves
chasquidos y el rumor del viento.
Un par de minutos después,
lejanos, los vi subir por la colina. Ellos miraban el bosque como si nada. El
bosque les miraba a ellos como si todo. Pero nada había cambiado; ellos tenían
demasiado quehacer para advertirlo.
Juan Goñi
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