Amanecer de junio.



 Amanece tras las montañas de Baztan y en los charcos junto al prado.

Te he contado tantas mañanas que temo que te aburras y abandones. Pero… ¿qué quieres que te cuente, si la mayor parte de las cosas que pasan estos días de junio pasan en las espléndidas mañanas de estos días interminables?

No son, desde luego, súbitos los amaneceres de junio. Ya desde las cinco de la mañana avisan los cielos; desde el  este llega con paso firme el día. Incluso antes algunas aves parecen listas, prestas a disfrutar de las jornadas más generosas y fecundas del año. Las alboradas de las últimas jornadas de primavera son una armonía eufórica, una sinfonía entusiasmada y resplandeciente. En primer lugar por los colores, embriagados de tanta luz, ardientes, impetuosos, arrebatados. Los cielos pasan del azul oscuro de las noches cálidas al azul claro, casi blanco, como el que ahora mismo ilumina mis paisajes. Pero en esta transición el firmamento pasa por toda una gama de amarillos, malvas y violetas; una metamorfosis fascinante y cautivadora que no me atrevo a describir. Aun el sol no ha asomado, y ya hace tiempo que la claridad es indisputable. Es de día sin sol a eso de las seis y media de la mañana. Y de pronto, el verde de las montañas más altas se va tornando en amarillo, ellas ven venir al sol, ellas son las primeras en saludar, y se descubren la cabeza verde para mostrar al mundo su sensatez dorada. Y poco después el gran abeto, y los álamos junto al rio, y los robles del valle, y los arces, alisos, manzanos, espinos, saucos, avellanos, pacharanes y majuelos. A las siete todo el mundo aparece dorado, esplendoroso, bruñido al astro rey recién encumbrado. El sol, siempre emperador, ahora demuestra su formidable poder: soberbio, asombroso, aparece detrás de las montañas y hasta el rio parece inclinarse ante su retorno. Y si hasta entonces los sonidos de la mañana, aun agitados, eran sensatos y prudentes, ahora ya nadie se esconde, ya nadie se reserva. Toda la campiña centellea con mil algarabías simultáneas, con el estruendo colosal y asombroso de la amanecida de junio. Músicas y rumores, silbidos y susurros, crujidos, chirridos y cadencias, gorgoteos, tañidos y voces, ladridos, soniquetes y martilleos, todo a la vez, simultáneamente, en una anarquía espléndida, en un desgobierno majestuoso, en una orgía estrafalaria y fascinante.
Las cosas se irán calmando poco a poco. Al mediodía pocos serán los que atrevan a desafiar al calor y continúen con su efervescente actividad: las currucas, los chochines, algún carbonero solitario y despistado, y por supuesto los vencejos, los impetuosos atletas del cielo, siempre urgentes, siempre súbitos, siempre trinando por su libertad tan alto y tan fuerte.

El crepúsculo se demora en junio, como se demora el postre tras una copiosa comilona. Y es que el mundo se sacia de luz en estos días opulentos. Y es entonces cuando como por ensalmo se repiten los papeles y se renuevan los dictados. Pero esa es otra película, que otro día, con más tiempo, te contaré. 

Juan Goñi

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