Siempre he pensado que pasear por
el Bosque es la mejor aproximación que podemos encontrar al retorno al útero
materno. Allí somos aún inocentes, o al menos podemos serlo; profundamente
inocentes. Aún, bajo la verde envoltura de vida en derredor, somos sentidos,
somos sentimiento y somos explicación. Allí somos poco más que una anotación al
margen, una coletilla curiosa y entrometida, una mínima apostilla en la
grandiosa Historia que cuenta la arboleda. Allí nada ordena nada, a lo más
sugiere, a lo más invita. Y ahí reside la inmensa generosidad del Bosque. En
medio del imperio de la vivacidad, ante su majestuosa supremacía uno es
enteramente consciente de su peso y de su altura, del lugar que ocupa en la
jerarquía de la Vida. Allí aún podemos desprendernos de la avaricia, olvidarnos
de la envidia, rascarnos la roña que nos hace tan roñosos y despojarnos de la
mezquindad que reina en la Vida de los Hombres. Allí uno es capaz de pensar
libre, de volar con los ojos, de sentir sin pecado, de escarbar en lo esencial.
Porque el Bosque, Padre Nuestro que estás en la Tierra, es siempre tan
acogedor, tan hospitalario, tan protector. Hospitalario porque nos cura las
heridas de la codicia; acogedor porque abre los brazos, siempre abre los
brazos, incluso a las hachas; protector porque nos ampara ante los males que
nos acechan, tanto los del alma como los del cuerpo, tanto los males propios
como los males de lo que nos sostiene. El Bosque nunca pide nada a cambio, y siempre
se despide con una limpia sonrisa aunque el visitante no tenga la decencia de
despedirse y abandone la Casa del Padre con un portazo de indiferencia. El Bosque
no pide porque nada posee teniéndolo todo. Nada vende porque nada ni nadie se
vende en el Bosque. Nada compra porque ni lo imprescindible ni lo indispensable
debería comprarse nunca. Para el Bosque lo innato es dar. Abastecer, dotar, proporcionar
a manos llenas, sin mesura, sin prudencia, sin cordura, a todos y a todo, y en
todo momento. El Bosque me sostiene, me abriga, me acaricia y me hospeda.
Siento que ama mi silencio, porque nunca tengo nada importante que decir, o al
menos más importante que lo que Él eternamente me dice a mí. Y por eso se mete
en mis neuronas. Y allí, si consiento, se produce la eterna simbiosis de la
Vida que busca y reconoce más Vida. Allí sus verdes y sus murmullos, su callada
sinfonía de silencio, su quietud agitada, su firme estabilidad locuela y
bulliciosa me conquista y me alborota. Y siempre consiento, porque nada achica
mejor las penas de mi alma que su danzante quietud, su armonía perturbadora, su
pacífico esplendor.
No sé, quizá nunca sepa, acaso
nunca sepamos qué hacemos aquí. Pero en el seno del Bosque aún soy capaz de entender
de dónde vengo. Aquí aún puedo comprender lo que me trajo a la Vida. Y aún
puedo disfrutar del más intachable de los propósitos que uno puede tener, que
no es otro que deleitarse con la Belleza. Me refiero a la Belleza, aquella a la
que la poesía torpemente se aproxima, aquella a la que cantan todos los músicos
del mundo, porque nada humano ha conseguido arrimarse a la Belleza Total, a la
perfección, a la magnificencia, al esplendor de los bosques aún ilesos.
Pese a todo esto, la Humanidad,
que es Bosque expatriado, abandonó a su Padre, se alejó del Bosque que lo parió
y anda ahora confinada en su propia miseria. El Hombre, aquel que se bajó de
los árboles para verlos mejor, ahora ya no tiene nada mejor que echarse a los
ojos, y anda chapurreando sandeces, chafardeando disparates, cometiendo
torpezas a borbotones. Y por eso yo abdico. De casi todos. De casi todo. Renuncio
y abandono, y retorno al Reino de los Justos. Aún no logré ser tan generoso como
mi Padre, y por eso me cuesta tanto perdonarme el hecho de ser de “los nuestros”,
los únicos hijos crueles y feroces que el Bosque concibió.
Juan Goñi.
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