El verano, el de verdad, empezaba con los
sanfermines. Hasta entonces no era más que euforia. El colegio había
terminado y la escuela se quedaba muda y desierta. Y nosotros no
teníamos tiempo ni de ser conscientes. Remedar la bici, hinchar sus
ruedas, engrasar la cadena y echar a correr. Correr como corrían los
días, sin saber muy bien ni dónde pones los pies. Los primeros días de
vacaciones eran como los días de excursión, pero sin salir del pueblo.
Tener todo el tiempo del mundo cuando el cuerpo y el alma aún no se han
acostumbrado al asueto, a la falta de obligaciones, a ese no existir del
tiempo. No había fechas, ni calendarios, ni vencimientos; todo eran
instantes. Los días pasaban como caen las aguas por la cascada; sin
curso, sin precisión. Una confusión maravillosa, un embrollo de largas
horas de juegos que hoy recuerdo como una maraña imprecisa de momentos.
Creo que aquello era la pura felicidad. O por lo menos, lo más cerca que nunca estuve de ese lugar. En aquellos momentos en los que la infancia aún no conoce ni el pecado ni la culpa; la muerte no es más que una cosa que pasa en las películas. No importa el mañana, no hay deberes ni obligaciones. Es como si en aquellos momentos no existiera el suelo, y por eso caes ingrávido por la montaña rusa que es descubrir la vida. Acercarme a casa de la abuela, a merendar pan con chocolate y un yogurt de limón. Beber de un sorbo un gran vaso de agua fresca y salir zumbando a la tarde levemente calurosa. Montar en aquella bici blanca, una BH, y pedalear como alma que lleva el diablo por entre el escaso tráfico de aquella Tafalla de mediados de los setenta. Saltar las tapias de los huertos, o explorar el rio. Preparar una chabola en los Pinos de la Estación por si nos “atacaban” los de San Pedro. Y volver a casa, sudoroso y feliz cuando se encendían las farolas.
Aquella chica se llamaba Yolanda. Mis amigos me decían que se dejaba pillar por mi cuando jugábamos al tute, que ahora se llama pilla-pilla. Se fue aquel verano. Volvió a su pueblo y ya nunca volvió por Tafalla. Teniamos siete años. No recuerdo su cara, pero recuerdo que fue mi primer amor. Solo siete años, y la vida aún no me había enseñado sus colmillos feroces. Parece que fue ayer. Juraría que fue ayer.
Creo que aquello era la pura felicidad. O por lo menos, lo más cerca que nunca estuve de ese lugar. En aquellos momentos en los que la infancia aún no conoce ni el pecado ni la culpa; la muerte no es más que una cosa que pasa en las películas. No importa el mañana, no hay deberes ni obligaciones. Es como si en aquellos momentos no existiera el suelo, y por eso caes ingrávido por la montaña rusa que es descubrir la vida. Acercarme a casa de la abuela, a merendar pan con chocolate y un yogurt de limón. Beber de un sorbo un gran vaso de agua fresca y salir zumbando a la tarde levemente calurosa. Montar en aquella bici blanca, una BH, y pedalear como alma que lleva el diablo por entre el escaso tráfico de aquella Tafalla de mediados de los setenta. Saltar las tapias de los huertos, o explorar el rio. Preparar una chabola en los Pinos de la Estación por si nos “atacaban” los de San Pedro. Y volver a casa, sudoroso y feliz cuando se encendían las farolas.
Aquella chica se llamaba Yolanda. Mis amigos me decían que se dejaba pillar por mi cuando jugábamos al tute, que ahora se llama pilla-pilla. Se fue aquel verano. Volvió a su pueblo y ya nunca volvió por Tafalla. Teniamos siete años. No recuerdo su cara, pero recuerdo que fue mi primer amor. Solo siete años, y la vida aún no me había enseñado sus colmillos feroces. Parece que fue ayer. Juraría que fue ayer.
Juan Goñi
0 comentarios:
Publicar un comentario