Azpilkueta errota - Molino de Azpilkueta - Baztan - Navarra - Nafarroa.
Tengo la suerte de quedarme en
los paisajes que me cautivan. No digo quedarme “con” los paisajes, digo
quedarme “en” los paisajes. Porque esos momentos, esos paisajes, no solo me
cautivan, también me cultivan. Exactamente igual que hago yo en mi huerta, esos
rincones quitan las malas hierbas de mi mirada, abonan mi espíritu, me atan con
delicadeza al tutor que es la belleza, y me ayudan a buscar la luz cada vez más
arriba, más cerca del cielo. Ahuecan la tierra que rodea mis raíces y así vigorizan
mis cimientos y robustecen mis orígenes, mis comienzos. Y por eso siempre me
quedo en esos lugares, o al menos, dejo un trocito de mi mirada y de mi alma
anclado en los colores, en los sonidos, en los olores de estos manantiales de
sosiego y de hermosura. Alimentar la mirada con belleza impoluta, avivar mis oídos
con el poema eterno de los riachuelos que canturrean, atiborrar mi olfato con
ese leve aroma a humedad, a hierba, a estiércol; en definitiva, colores, sonidos
y aromas a autenticidad, a veracidad… eso es lo que me permite seguir, lo que
me autoriza a mellar estos andurriales.
El riachuelo se enrabieta un poco
al cruzar este paraíso, aunque desde aquí no lo parezca. Anda desgastando las
rocas que entorpecen su paso. Sigue minuto a minuto escarbando la tierra, como
buscando, como queriendo bucear en las entrañas del mundo. Las enormes rocas
que jalonan los lindes del regato se han cubierto de un musgo denso, copioso, tupido;
extremadamente verde. Los helechos se asoman osados desde las orillas para comprender mejor el prodigio.
Algunas truchas descansan aleteando suave en las pozas en las que el agua ha
decidido tomarse un respiro. Una pequeña culebra, como un signo de
interrogación corredizo, nada presurosa hacia su escondite. Los renacuajos, de
un intenso color negro, mozalbetes ya, reposan sobre las piedras rojas del
fondo. Robles, acebos y fresnos jalonan
mi vistazo como magnificas columnas sobre las que se sustenta el cielo que me
abriga, un cielo que se apaga poco a poco. El puente, pequeño, recio, anciano, conquistado
por el pasto esponjoso, me invita a atravesarlo, imán poderoso donde se
encariña mi mirada. Y el trino hipnótico de un carbonero común (“chichipán,
chichipán, chichipán”) que adorna el rincón con la minimalista exactitud de un
mantra antiquísimo.
Ya he de irme, así que recojo con
cuidado mis secretos, mis reservas y mis intimidades, esas que dejé hace un
rato esparcidas por el pasto; y las meto de nuevo en mi mochila atiborrada. Me
llevo también una brizna de hierba, un soplo de aire y un mendrugo melodioso
del trino del pájaro y del cantar del agua. Y dejo un par de añicos de mí,
levemente enterrados entre dos grandes robles, al lado de un acebo jovencito y
sagaz que asoma bajo las sombras verdes. Y bajo por la vereda hacia el puente,
que me hechiza poderosamente desde su tenaz serenidad. Más allá mi mundo
aguarda mi regreso, aunque desde aquí el mundo sugiere que todo termina,
precisamente, tras el puente.
Juan Goñi
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