A Santiago nadie le llamó nunca Santiago.

Desde una vieja y deshabitada carretera, 
en la más recóndita y olvidada Navarra.


A Santiago nadie le llama Santiago. Santiago es Shanti, y así lo conocemos todos en el Valle. Mañana Shanti cumple cuarenta y un años. 

Os diré que Shanti lleva veinte años trabajando de camionero. Ahora a trabajar en el camión, en la carretera, le llaman “ser transportista”, ya ves. La empresa de Shanti está pasando por malos momentos y hace una semana que Shanti está en paro. Desde entonces está descolocado. Desocupado y mal asentado, va y viene por el pueblo. Recoge a sus dos hijos del cole, va a por el pan a la mañana y se toma un vaso y un pincho de tortilla a media mañana, en la solitaria y silenciosa posada del pueblo. Hoy ha decidido pasear un poco por las carreteras de su infancia. Le apetecía conducir.

Shanti se deja llevar por el desgastado asfalto. La carretera que lleva al viejo caserío del abuelo esta desierta. Conduce despacio, mecánicamente, con su cabeza recorriendo oscuros vericuetos del pasado. Ha puesto la radio. Allí solo se escucha una emisora, y la deja sonar sin prestarle demasiada a tención. El ronroneo de la calefacción del coche apenas si se percibe bajo la música. Shanti conoce cada curva, cada recodo de la estrecha carretera, y conduce lánguidamente de manera instintiva. Mil veces cruzó aquellos parajes, montado en el viejo cuatro latas de su abuelo, en la lejana infancia de sus recuerdos. 

El abuelo murió hace unos años, pero lo recuerda bien. Su txapela negra, siempre impoluta, siempre impecablemente perfilada en su cabeza. Sus rasgos adustos, sus ojos brillantes, su voz melosa pero franca, sus maños nudosas que agarraban firmemente aquel volante que recuerda enorme, esas manos que cambiaban de marcha ante las curvas o ante las cuestas: segunda, tercera, segunda, tercera….

Y aquel perrico bodeguero, negro, cojo, viejo y siempre enojado, que le acompañaba a todos lados, que se asomaba silencioso a la ventanilla cuando el cuatro latas se ponía en marcha. Shanti lo recuerda perfectamente, apoyado en su regazo con las dos patas de atrás, las de adelante sujetas en la puerta del coche, fijos sus ojos en el paisaje que desfilaba despacio al otro lado del cristal de la ventanilla del coche. Así viajaron los tres miles de veces, o quizá fueron millones, en los lejanos días de colegio, en el pasado distante y descolorido de una infancia que se le escapó antes de tiempo. 

Aquel camino era de tierra entonces, plagado de charcos y baches. Hoy el camino es una carretera plagada de charcos y baches. Poco más ha cambiado desde entonces. Hace más de veinticinco años que Shanti no se acercaba por aquellos perdederos. Tras la muerte del abuelo se trajeron a la abuela al pueblo, vendieron el caserío y se olvidaron. O quizá no se olvidaron del todo. El recuerdo que arrinconas nunca se evade del todo, y un día regresa sin invitación y sin tapujos, y se planta frente a tu mirada a interrogarte; pide cuentas en silencio, exige tu atención y te interpela. Y no encuentras palabras.

Shanti detiene el coche en la cuneta. La ladera del monte frente a él rebosa con los mil colores del otoño. Shanti se queda inmóvil, con las manos aún en el volante, con la mirada fija, amarrada al frente, inconmovible, adherida a la arboleda que se abre frente a él.
Pasan los minutos y nada se mueve. Tampoco Shanti. El mundo parece hipnotizado, siguiendo con los ojos el reloj de bolsillo inmóvil pero pendulante, el reloj sin agujas ni cuerda, el reloj que no marca las horas, el viejo reloj del otoño.

Shanti no lo sabe, pero en la radio suena el concierto número dos de Rachmaninov.
Shanti no lo sabe. O quizás simplemente, también eso lo olvidó.
Pero el otoño… el otoño nunca olvida nada.
Ni a Rachmaninov.

Mañana Santiago cumple cuarenta y uno. Y nadie, nadie, le llamó nunca Santiago. 

Juan Goñi

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