En otoño todo parece irse. Estos
días tienen un “no sé qué” de despedida. Las tardes del otoño parecen tardes de
domingo; cortas, enfriadas y temblorosas. Abrigos alzados hasta el cuello,
mejillas gélidas, manos en los bolsillos mientras el tren del tiempo parte sin
cornetas ni humo.
Los ojos, que ven irse a todo,
pasean por el calendario, ávidos de colores, esperanzados de que algo se quede
impregnando sus pupilas. Y el viento, siempre el viento, que arranca hojas y se
las lleva; que arranca lágrimas sin llanto de mis ojos y se las lleva. No sé a dónde.
El otoño sediento se lo lleva todo. O así parece.
Pero miente el mundo, porque nada
se va. Nada se va de veras. Todos nos quedamos. Solo vemos partir a un tren que
nunca se detuvo. Un tren al que nunca nadie subió. El otoño no se va. Solo se
va nuestra mirada, corriendo como loca, persiguiendo a una tarde que se
escabulle, fielmente, igual que siempre.
Codicia, siempre codicia. Más
vale que aprendí a admirar. Así todo duele menos.
Juan Goñi
“En llamas, en otoños incendiados,
arde a veces mi corazón,
puro y solo. El viento lo despierta,
toca su centro y lo suspende
en luz que sonríe para nadie:
¡cuánta belleza suelta!”
arde a veces mi corazón,
puro y solo. El viento lo despierta,
toca su centro y lo suspende
en luz que sonríe para nadie:
¡cuánta belleza suelta!”
Octavio Paz.
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