Llovía sutilmente. Hacía frio y de pronto la lluvia líquida se
transformaba en aguanieve. El hayedo permanecía detenido, silencioso, altivo y
hermosísimo. Los musgos brillantes y vivamente verdes rezumaban agua limpia, que
fluía con abundancia por doquier. Llevábamos un buen rato ascendiendo por un
encantador sendero, y aún nos quedaba un buen repecho hasta nuestro destino.
Pese a todo, la belleza del bosque nos hacía leve la cuesta y los ojos empujaban
nuestras piernas, ávidos de ver más. A cada recodo, tras cada curva, cualquier
rincón es una estampa de hermosura fascinante. Se oían algunas aves, tímidos
trinos que difícilmente lograban sobreponerse al fragor del riachuelo revoltoso
que se despeñaba entre musgos y cascadas hasta el fondo del valle. Un bandito
de mitos saltimbanquis, un grupo desordenado de herrerillos capuchinos y un
petirrojo descarado, que llevaba un buen rato acompañándome por el sendero,
revoloteando de rama en rama, mostrándome el camino. En las alturas las brumas
tapaban y destapaban constantemente las montañas. Se abría y cerraba el paso a
luz del sol, ahora atrapada por la neblina, ahora limpia y libre, ahora apresada
por las copas pinchudas de los abetos más altos. De vez en cuando un rayo de
luz descendía hasta las hojas del acebo que se asomaba a la vereda, y sus hojas
punzantes y sus frutos sanguíneos brillaban como diamantes y se destacaban en
la penumbra reinante bajo el boscaje. Mis botas buscaban apoyos seguros entre
las rocas rezumantes, entre la hojarasca encharcada, entre los diminutos arroyuelos
que zurcían el sendero por doquier. La soledad se palpaba en el entorno. Nadie
entre nosotros y el bosque, nada nos distraía de nuestro afán. Solo unos hilos
invisibles, un vínculo intangible pero evidente, que nos unía al entorno sin
obligar a nada. Nos dejábamos llevar por la paz y la belleza; nuestra mirada pastoreaba
el alma, que pastaba colores, formas y olores. Nuestro ánimo se alimentaba
despacio de los escenarios del otoño, masticaba y se nutría del silencio, del
sosiego y de la pureza de este entorno sin mancha. Las piernas trepidaban levemente,
no sé si por esfuerzo de la pendiente, no sé si de la emoción que no se detiene
y recorre el lugar como el agua, a borbotones por todos los resquicios.
Una parada. Me detuve a
respirar, a mirar, a saborear, a pensar.
.- Y… ¿Qué haremos con nuestra
vida? – Pregunté a la arboleda silenciosa.
.- Vivirla. Intensamente. –
Contestó no se quien tras la fastuosa perfección de la floresta.
Rumié esas dos palabras con
cuidado, durante unos segundos como siglos. El bosque esperó pacientemente. Y
después, cavilando aún, aseguré las cinchas de mis guantes, ajusté los cordones
de mis botas, suspiré fuerte y continué mi viaje por el Reino de lo Hermoso.
Juan Goñi
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