Busqué el cobijo del roble. Y
allí me senté a ver morir el día entre cascadas de miel; descanso frente al
mundo, heno, helechos y prados. Las grullas alborotaban el cielo, confundidas,
deslumbradas. Parloteo celeste cuajado de reflejos dorados; chismorreo que no estropea
el silencio del bosque. Paisaje que se oye por encima del viento.
Había una piedra, apoyada en el
tronco de aquel roble. Alguien la colocó allí, para sentarse frente al horizonte,
mientras veía morir otro día de otoño. Quizás ayer, quizá hace diez años, quizá
hace mil años. Quizás tenía un perro, como yo, y quizás ese perro se sentó a su
lado jadeando, como hoy hace el mío. Tal vez las grullas también estaban desconcertadas
aquella tarde.
Círculos concéntricos. Realidades
especulares. Mirar al horizonte, hasta los confines del mundo, es, paradójicamente,
cerciorarse de los límites de tu propia vecindad. Mi perro y el roble sobre el
que me apoyo están allá lejos, al otro lado, casi en la periferia de mi
realidad. Pero son ellos, esta tarde de oro, mis contornos, mis fronteras, mis
aledaños. Por eso, cuando las grullas vuelan lejos, se llevan tan lejos mis
lindes, y por eso me gusta admirarlas, confundidas, chismosas y anárquicas, convirtiendo
el cielo en mi alrededor favorito.
Juan Goñi
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