Renovando tantas cosas.



Susurros del bosque.
Isidro Etxeberria.

Ayer el bosque mostraba su tez más fecunda. La arboleda está enteramente encinta, sabiamente fertilizada, preñada por doquier. Ayer el bosque sangraba agua y vida por todos los derredores, por los lindes y las fronteras, por cada comisura, por cada sutura musgosa. Ayer la arboleda quería ser primavera, así como los niños quieren ser bomberos.

Cantaba el zorzal, que se imita a sí mismo y remacha su estrofa para que todos la aprendamos; tres, cuatro, cinco veces. El zorzal cantaba primaveras mientras el cielo seguía siendo invierno.

Cantaba la txepetxa (el chochín) por los ribazos, juglar escondido, chiquillo fanfarrón y furtivo al que siempre oyes pero pocas veces ves. Su canto, como una catarata anárquica de notas y contrapuntos, llamaba a la primavera. Pero el clima aun suspiraba inviernos.

El suelo se llenó de prímulas amarillas. La primogénita de la primavera ya nació; aun en los feudos de lo más crudo del invierno. Valiente profeta de sol y calor, osada precursora, heraldo de la luz que llega, presagio de resurrección; la prímula se llama también primavera porque es su primera hija, su única hija en los días en que, como ayer, el invierno campeaba sin oposición entre las hayas.

Ayer el bosque hablaba sin parar para quien quería oírlo. Ayer el bosque me hablaba profusamente; por sus regatos por doquier, en la voz de sus hijas las aves, por bisbiseo del leve viento en sus ramas, por el silencio conmovedor de sus espacios verticales. Ayer el bosque estaba sumido en una turbadora nostalgia, sedante, emocionante. Las añoranzas se cantaban por todos los rincones, desde los más altos escondites, desde las más profundas madrigueras. Los regatos, por miles, murmuraban al viento su canción que nunca se repite; una canción que al menos son tres: la primera cuando te aproximas, como una promesa; otra cuando lo franqueas, barahúnda alborotada; y otra más cuando te alejas, una despedida, un “¡hasta otra!” prometido y cantarín.

Ayer el bosque me habló desmesuradamente y aún hoy trato de digerir tanto y tan bueno; tanto tan alto y tan profundo. Lloraban las nubes grises sobre el hayedo silencioso, levemente, apenas un txirimiri intrascendente. Ni una pizca de viento desordenaba el caos.

Solo sé que cuando me alejaba de su dulce seno empapado y vital, susurraban mis labios aquel fado que tan hondo cala en mí. Mis botas, cálidas, mi cabello mojado, y mi corazón ahíto y satisfecho. Mi emoción desbordada, un día más. Las lecciones del bosque de nuevo me catapultan a un estado de consciencia renovada. Y se me escapó una lágrima; piel de gallina y alabanzas. Me despido y las hayas se inclinan sutilmente. Pero ayer, el bosque y yo renovamos muchos pactos, entablamos nuevas alianzas y nos prometimos coalición eterna.

Compromiso de amor eterno para con este “superorganismo” que tiene a bien hablarme. Tratado de amistad profunda, perpetua e indestructible. El bosque y yo, ayer, renovamos muchas cosas. Muchas de esas cosas son abismos secretos de conciencia mutua, otras, quizás, te las pueda seguir contando cada mañana. 

Juan Goñi

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