Cae la tarde...



La tarde cae apaciblemente sobre el bosque. Los últimos rayos de sol pintan de oro las copas de las altas hayas. Los veraneantes y sus ruidos van abandonando los senderos. La arboleda queda desierta y silenciosa; la noto respirar aliviada de los calores agosteños y de los ruidosos turistas. Los tonos pasan despaciosos desde el tostado de los últimos rayos de sol a los azules de los primeros atisbos de la noche. Y yo camino, casi eufórico, por este tranquilo anochecer. Casi nunca paseo por Bertiz a estas horas. Casi siempre lo hago por la mañana, pero hoy los hados se han confabulado. Así que veo otros colores, otras formas, percibo otros olores, el bosque siente distinto; yo me siento distinto en este bosque que, agotado, se dispone a descansar y apoya su melena verde en la almohada de esta noche recién nacida.

Hoy sonríe Bertiz. Con esa sonrisa leve, casi invisible, del que reposa tras el trabajo bien hecho. A Bertiz, como a mí, se nos nota la alegría. Esa alegría tan del País del Bidasoa. Esa alegría que siempre destila cierta melancolía, esa alegría de acordeón, tan de niebla, tan de Baroja. Porque aquí la alegría se sabe fugaz y se saborea desde dentro, sin demasiadas alharacas. Es una felicidad íntegra, sin resquicios, densa e imprecisa como las brumas que tan a menudo acarician estos bosques. Es la felicidad del que, pese a todo, se permite saltar por encima de la realidad. La alegría del saltimbanqui en su cuerda, tan inestable, tan inseguro, tan firme en su aplomo, en su imprudencia.

Casi esta oscuro y el bosque exhala mil sonidos. Y ese dulce frescor de la noche se apodera de Bertiz y de mí. El riachuelo, que ha permanecido silencioso tantas horas bajo el rumor constante de mil voces, ahora vuelve a escucharse, tan diáfano. Y algunas aves, y el vuelo de la libélula, y el aleteo de esa mariposa. Se escucha la paz. Y ese sonido indescriptible que a mí me gusta pensar que no es sino la respiración del bosque; ese sonido que no se si emana del corazón del bosque o surge de mi propio ser, tan en silencio. Cada paso me cuesta un poco más. Mi deseo es quedarme. Así que me detengo allí, junto a ese enorme roble caído. Y me siento en el tronco, y ya no se oyen ni siquiera mis pisadas. Intensa calma. Rabiosa quietud. Honda serenidad. Cierro los ojos. Valiente placidez. Y así permanezco unos instantes.

Al abrir los ojos de nuevo hay una cierva que pasta a solo diez metros. Ha llegado en silencio. Su cabeza agachada, sus orejas erguidas. Y ese pequeño rabito que se mueve nervioso. Parece que ha oído mi pestañeo y levanta su cara hacia mí. Sus ojos negros, profundos, se clavan en los míos. Escudriña más allá de mi retina. Percibo que me mira dentro. Permanezco en absoluta quietud, sin forzar la tranquilidad, dejándome ver por dentro. Y después de unos segundos vuelve a bajar su cabeza y continúa pastando. He aprobado el examen, mi amiga la cierva consiente mi presencia. Profunda gratitud. Reposo en los adentros del bosque. Paz que cura el alma. Concordia. Alianza de amistad. Penetrante sensación de pertenencia. Soy bosque. Soy hondamente bosque. Soy íntegramente feliz.

Pasó un buen rato. Y luego se fue. Y más tarde me fui yo, ya de noche.

No se me pasa. Afortunadamente aun me dura tanta dicha.


Juan Goñi.

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