El banco de los recuerdos.

 Elizondo y Elbete, Valle de Baztan, Navarra, Nafarroa.
Por Juan Lameirinhas.

Ahí está Braulio, sentado como siempre en aquel banco, al lado de la desierta carretera, con la mirada perdida en la inmensidad del Valle frente a él. Su boina calada hasta los ojos, sus manos nudosas, enlazadas sobre el mango del viejo bastón, sus piernas cruzadas a la altura de los tobillos, su mente vagando entre recuerdos inconexos. Si te acercas y le das las buenas tardes te invitará a sentarte junto a él, comentando sorprendido lo buena que está la tarde para ser aun invierno. Y si te sientas y pierdes tu mirada, como la suya, por el Valle a tus pies, su cofre de memorias se abrirá para ti. No esperes diáfano orden cronológico, ni narraciones limpias y cristalinas. Las evocaciones de Braulio son imprecisas, brumosas, llenas de revueltas misteriosas y oscuras. Los recuerdos de Braulio están usados, muy usados, de tanto dar vueltas y más vueltas entre las meninges del anciano. Así que alguna de esas evocaciones tiene el color amarillento de las fotos ajadas por el tiempo. A otras les falta un pedazo, o están tuertas como a las muñecas abandonadas. Pero todas conservan, en el fondo, el corazón intacto y la emoción de lo real. Braulio mezcla en su hablar un mal español, un peor francés, que aprendió en los lejanos tiempos del contrabando, y un euskera dulce, casi cantado, como solfeando. Así pues sus historias son difíciles de seguir, aunque a mí ya no me importa. Me limito a escuchar, a entrever emociones y sentimientos entre los vahos imprecisos de sus nostalgias; me basta con husmear sabiduría en la entonación senil y pacífica de sus palabras.

Aparco el coche un poco más allá, a unos quinientos metros, allí donde la carretera agranda su arcén, tras aquella curva. Y después camino despacioso hasta el banco donde, una tarde más, Braulio recuerda. Le saludo con un “¡Buenas tardes!”, a lo que él me responde con un “Atsaldion!” alegre y educado. Acepta que me siente a su lado. El atardecer pinta de naranja las cumbres de Artesiaga, los prados baztaneses allí abajo, los caseríos diseminados. Hoy Braulio está muy callado. Adivino una lágrima en las orillas de su ojo izquierdo, que centellea con los reflejos del ocaso. Compartimos silencio, paisajes y un cigarro en la tarde eterna y calma. Una tarabilla canta al crepúsculo desde lo alto de un brezo, a solo unos metros, y se escucha el rumor indefinido del tenue viento en los alerces, al otro lado del Valle. Más allí, en la rama desnuda de un haya, se desgañita el inefable petirrojo. Y, cómo no, el sonido lejano y blando de las esquilas de mil ovejas cimenta el paisaje sonoro de esta tarde interminable.
 
Aparece Maite por la curva de la carretera, paso rápido y firme que relaja al verme acompañando a su abuelo. Viene a buscarlo, como cada día, para llevarlo al caserío cuando el sol se esconde tras las montañas. Nos saludamos con un par de besos. Ayuda a Braulio a levantarse lentamente, y tras despedirnos, cogidos del brazo, despacito, pasos cortitos, vuelven juntos al calor del hogar. Y yo me quedo en el banco de los recuerdos, viéndolos desaparecer tras la curva, dejando pasar la vida mientras la tarde agoniza mansamente y el cielo estalla en mil colores inflamados.
Juan Goñi

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