Ahí llega José Luis, con su
caminar parsimonioso, con su rostro feliz, como cada tarde, a buscar a su nieto
al cole. Ahí viene, con su pequeña bolsita de papel donde trae un bocadillo de
chorizo, la merienda para el niño. Su chaqueta beige, su camisa impoluta, sus anticuados
zapatos, su mirada amable…
José Luis tendrá cerca de los setenta
y cinco. Su mujer, Blanca, hace años que no sale de casa. El alzhéimer le
arrancó los recuerdos, las sonrisas, la simpatía de la que siempre hizo
bandera, y ahora languidece sentada en una mesa camilla, junto a la ventana a
la que mira cada vez menos. José Luis la cuida lo mejor que puede, pero hace ya
mucho tiempo que hubo de contratar a una enfermera que dos veces al día, por
algunas horas, se acerca al domicilio a asear a la enferma, a levantarla de la
cama, a darle su medicación… José Luis se encarga de la cena: tortilla francesa
y un yogurt natural, y un zumo de naranja que con esfuerzo, cariño y paciencia
consigue hacer que Blanca engulla. Luego acuesta a su mujer, silenciosa, en la
cama que hoy sustituye a su cama de matrimonio, en el dormitorio principal. Y
él se va a acostar a una pequeña cama, en el dormitorio de los niños, allí donde
hace muchos años ya, dormía su hija Carmen.
Sale Xabier del cole, corriendo
como alma que lleva el diablo, y salta al cuello del abuelo, que sonriente ha
de esforzarse por mantener el equilibrio. Xabi le planta un sonoro beso, recoge
el bocadillo de la pequeña bolsita de papel y galopa al encuentro de sus
amigos. El patio del colegio es un gran tumulto donde juegan decenas de niños,
y Xabi se integra alegremente en la algarada, y se entrega al juego, al fútbol,
a la cadena, a las canicas… a lo que toque jugar hoy. José Luis, sentado en su banco
de siempre, trata de distinguirlo entre el jaleo. Y cuando lo ve, una gran sonrisa le ilumina el rostro y la
mirada. Xabier tiene ocho años recién cumplidos. José Luis piensa que él es su
única razón para vivir.
Le doy las buenas tardes a José
Luis, y a veces, me siento a su lado. José Luis es educado, amable y cariñoso,
pero casi no habla. Solo un poco quizá, cuando le pregunto por su esposa y él
me contesta que va mejor. Siempre le mando recuerdos y un beso. Y él me promete
que se los hará llegar. José Luis sigue atento a Xabier. No por desconfianza,
sino por puro amor. Y yo, que lo sé, respeto su silencio y lo miro de reojo de
vez en cuando, para ver el amor en sus ojos azules y profundos.
A las cinco y media, José Luis se
levanta despacio del banco y llama a Xabier moviendo su brazo, llamando la
atención del chaval. Después se cogen de la mano y emprenden el camino a casa.
Allí van, charlando, como siempre,
de la vida y sus milagros; de los deberes; de Ane, la mejor amiga de Xabier,
quizá su primer amor; de que ya queda poco para que acabe el curso. Yo no sé de
qué hablan. Pero allí se van charlando, como cada día. Y tras unos metros, se
cruzan sus miradas: la de Xabier, vivaz y vivaracha, inteligente, sonriente; Y
la José Luis, sosegada y feliz, penetrante y profunda. Y no se sueltan sus
manos cuando cruzan el semáforo y se pierden tras la esquina, mientras Xabier,
sudoroso y charlatán, termina poco a poco su bocadillo de chorizo. Y yo pienso
en lo mucho que se parecen.
Y entonces, pese a todo, entiendo
la felicidad.
Juan Goñi
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