Bagolei, Irurita, Baztan, Navarra, Nafarroa.
Los arroyos de mi casa son amables y vivarachos. Van por la
vida cantando canciones que yo entiendo, proclamando su libertad por los
ribazos, por los coquetos vallecitos en medio del bosque. Aquí se tiran por un
tobogán de musgo eterno y verde. Más allí se suavizan en un pequeño lago, casi
una charca, en la que flotan hojas como navíos de juguete. Un poco más lejos se
dejan caer en un abismo de piedras y espuma, bramando inocentes y orgullosos. Esquivan
las hayas y le mojan los pies a los alisos. Salpican a los robles y a los
fresnos, y a mí, por fortuna, si me acerco. Son artesa para tritones y
salamandras, para renacuajos negros, para culebras de agua, para el esquivo
desmán al que hace mucho que no veo. Hacen música en el bosque, junto con el
viento en las copas más altas o en los troncos contrariados. Es la música más
antigua del mundo; esa música del bosque en el íntimo silencio del invierno,
esa música profunda y turbadora que lleva millones de años murmurando. Ahora
suenan otros solistas: el mirlo acuático, regordete y campechano; el martín
pescador, rauda flecha turquesa; la lavandera cascadeña y su eléctrico baile
incomprensible…
Refrescan el mundo a base de guiños empapados, y me empapan
de optimismo, los ojos, los tímpanos, las emociones, la piel… y hasta los pies
que sumerjo en ellos los días de calor. Me atraen con su fuerza fresca y
jugosa, con sus dedos invisibles que me buscan por la floresta cuando paseo por
entre mis monólogos y mis lamentaciones. Y me sacuden, y me agitan, y me dan la
paz que tanto añoro. Y me limpian a fondo mientras cantan a la Vida y a sus Milagros.
Mis ojos bucean en sus limpios arrebatos. Y yo conmovido, doy gracias al agua y
a sus eternos sortilegios. Y al irme les bendigo y me despido, y me vuelvo al
mundo curado y campante, con la promesa de que no se hará muy tarde antes de
volver.
Juan Goñi
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